A raíz de su último libro (El tango de la guardia vieja), Arturo Pérez-Reverte dice que “La mirada de una mujer inteligente es el mayor botín que un hombre puede obtener a lo largo de su vida.” A mí esta sentencia me sabe a poco. Creo que lo que hace afortunado a un hombre no es que le mire una chica sabia, sino que le mire con intención, con alguna propuesta seductora. En mi opinión no hay nada más sublime que caminar de la mano de una mujer que ha estado todo el día cuidándose y preparándose para ese momento. Hace años, en un festival espiritual de Suecia, un gurú inglés que se paseaba por el campus con tres esposas dijo que si no estamos enamorados de una mujer lo mejor que podemos hacer es no tocarla. Cuanto más conozco a la mujer, cuanto más entro en su interior, más me cercioro del daño que le ha infligido el hombre a lo largo de los siglos. A nivel arquetípico, veo a la mujer actual como un ser herido que no baja la guardia porque teme la traición. Es como si, tras años de decepciones, haya construido un muro alrededor de su corazón para que ningún desgraciado se lo pueda arrebatar.
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No nos engañemos, la feminidad es un regalo. Cuando una mujer abre la puerta de su intimidad está ofreciendo al hombre la posibilidad de acceder a una sabiduría ancestral, casi mística, que habla de Amor, de Tierra, de Creación. No me refiero al cuerpo, ni al sexo. Hablo de entregar la vulnerabilidad, la piel. Los hombres deberíamos ser conscientes de que al acariciar la piel de una mujer enamorada estamos acariciando su alma.
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