El otro día, en una cena con amigos, conversábamos sobre las relaciones interpersonales. El foco del debate se centró en discernir cuál era el secreto de una pareja duradera. Que si el sexo, que si la comunicación, que si los valores personales. Los argumentos iban y venían en una y otra dirección guiados por las experiencias de cada comensal. En un momento dado, el dueño del restaurante, aprovechando el impasse que se produjo mientras retiraba los platos, nos pidió permiso para intervenir. «Desde mi punto de vista -dijo convencido- todo es cuestión de energía. Para que una pareja funcione, los dos integrantes tienen que instalarse en la energía del amor, entendida ésta como la opuesta a la energía del miedo».
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Me llevé el comentario a la cama. Y estuve dándole vueltas durante varios días. Amor y miedo. ¿Podemos ser tan simplistas en el análisis emocional del ser humano? Si pensamos en el extenso abanico de emociones que pueblan nuestro estado de ánimo, al final veremos que sí, que las podemos ubicar en estas dos categorías. Las emociones positivas como la alegría, la pasión, la ternura o el deseo se pueden considerar manifestaciones de amor. Por otra parte, el asco, la rabia, la envidia, la tristeza o la culpa tienen que ver, de forma directa o indirecta, con el miedo.
Etiquetas aparte, lo que importa es lo que sentimos cada uno. Y en ese sentir sabemos si la emoción nos mantiene en un estado de agitación o de serenidad. Si contrae nuestra vida o la expande.
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