No sonríe nunca. Ni cuando va a buscar a su hija a la escuela, ni cuando se compra un par de zapatos. No habla con vecinos. No tiene aficiones. En su vida no hay sueños, sólo una gran pesadilla: su marido; el hombre que la engañó a base de talonario para sacarla de su pueblo serrano y encerrarla entre obligaciones. Las camisas bien planchadas y organizadas por colores. El piso impoluto. Las cuentas bien detalladas. El sexo unilateral. Así pasan sus días. Ahogada bajo toneladas de leyes internas y millones de apariencias externas. Ni una arruga en la piel. Ni un kilo de más. Ni una mirada a un hombre. Sería su sentencia de muerte.
«¿Muerte?… ¿acaso no estoy medio muerta desde hace años?» —se pregunta desquiciada. Mira el cuchillo. Piensa lo fácil que sería escapar de ese laberinto. Luego mira a su hija, se toca la barriga sietemesina y sigue planchando las camisas de su carcelero.
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