El sábado siguiente a la presentación del libro organicé una comida con mis amigos más íntimos para celebrar el éxito de la convocatoria. Más que la celebración en sí, lo que me apetecía de verdad era cotillear, escuchar las anécdotas que cada uno de ellos había captado desde su propia vivencia. Necesitaba bajar de la nube en que me había subido tras el inolvidable abrazo (“Me hubiera quedado ahí toda la vida”, me confesó mi madre al día siguiente) y la interminable ovación que me dedicaron todos los presentes al finalizar la entrevista de Albert Om.
Hasta esa comida, llevaba dos noches saboreando en mi memoria las muestras de cariño que recibí de decenas de familiares, amigos y conocidos que, bien de forma presencial, bien a través de la tecnología, bien con el pensamiento, me acompañaron en esa velada. No quiero destacar a nadie en particular. Ni lo hice entonces, ni lo haré ahora. Mi agradecimiento es extensible a todas y cada una de las personas que, de manera más o menos amigable, se han relacionado conmigo a lo largo de mi vida.
Lo que sí quiero hacer en este post es tratar de explicar algo inexplicable: la conexión que se creó en la sala. Me he revisado los vídeos y aún no logro entender el fenómeno. No creo que fuera el mensaje lo que captó la atención del público. Tampoco creo que fuera la novedad la causante de esos silencios tan cargados de significado. Cuanto más pienso sobre la cuestión, más me convenzo de que no fue el ‘qué dije’ lo que me conectó con la audiencia, sino el ‘desde donde lo dije’. Sí, reconozco que durante los primeros cinco minutos estaba muy nervioso, pero a medida que avanzaba la entrevista, y, sobre todo, durante el turno de preguntas, fui cogiendo el hilo de mi genuinidad y empecé a tejer un mensaje cuyas palabras fluían de manera natural, ajenas a las indicaciones que recibían de mi mente. Respondí cada cuestión sin pensar en el libro, ni en la promoción, ni tan siquiera en la imagen que podía estar causando entre los asistentes. Me conecté profundamente con mi experiencia sentida. Cada cosa que dije la traté de mostrar desde el sentir, no desde el pensar. Y fue esa conexión con lo experimentado lo que, en mi opinión, traspasó la mente de cada participante y descendió hasta su hara, ese lugar mágico localizado en la parte inferior del vientre que nos conecta con la conciencia universal, con la certeza. Con el amor.
De ahí la ovación. De ahí la euforia. Sí, aquel aplauso final estaba repleto de amor. De ‘esas palabras me pertenecen’. De ‘ese lugar desde el que hablas es el mío’. De ‘me reconozco’. De ‘te reconozco’. De ‘soy Amor’.
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