Miré el reloj. Faltaba algo más de una hora para que llegara mi hija. Encendí otro pitillo y volví a pensar en sor Asunción. Tras el entierro de mi madre, mientras recogíamos la ropa en su ático para entregarla al fondo social de la parroquia, le confesé que mi vida estaba siguiendo el mismo patrón de vejaciones. Allí se abrió una rendija para mi salvación. A escondidas de mi marido, empecé a visitarla con regularidad en busca de confort. Mi monja redentora era experta en temas de violencia de género y, en un intento de liberarme de la culpa, me explicó que el origen de mi dificultad para establecer una relación de apego podía nacer en el régimen de terror que instauró mi padre en nuestra casa y en su incapacidad para crear un vínculo afectivo tanto con mi madre como conmigo. Me costó horrores aceptar esa deriva. Y cuando la entendí, me vinieron a la cabeza centenares de preguntas. Porque si el hogar donde nací era un sitio oscuro del que me escapé para cambiarlo por otro mucho más tenebroso, ¿qué había ocurrido con mi hija Susana que también huyó a EE.UU. cuando alcanzó la mayoría de edad? ¿Estaría sometida al capricho intimidatorio de algún macho americano? ¿Habría sabido eludir la querencia endémica al que estábamos condenadas las mujeres de mi familia? ¿Sería su visita una llamada de socorro?
Pedí otro café con leche y encendí el cuarto cigarrillo de la mañana. De pronto, un taxi se paró en la esquina de enfrente. Mi corazón empezó a latir con contundencia. Del interior salieron dos mujeres. La primera, más alta, más joven y con una melena rubia espectacular, llevaba ropa deportiva de color negro y unas botas de tacón de aguja. La segunda era Susana. A pesar de las gafas de sol, la reconocí al instante. Lucía un corte de pelo asimétrico y vestía una gabardina tornasolada que le cubría la silueta. La mujer esbelta señaló con el dedo la terraza del bar e hizo un ademán a Susana para indicarle el camino. Ella se sacó las gafas para ratificar la sugerencia y empezó a andar hacia mí. Ahí tuvimos el primer contacto visual. Me temblaba tanto el cuerpo que fui incapaz de levantarme. Susana caminaba con determinación, por delante de su amiga. A medida que se acercaba, fui reconociendo los rasgos que la caracterizaban y que el paso del tiempo había subrayado. El cuello ligero, la nariz estricta, la mandíbula aristada. Estaba radiante. Más madura, pero absolutamente captivadora.
Cuando llegó a mi mesa, tiré el cigarrillo y me puse en pie con alguna dificultad. Di un par de pasos al frente y le cogí la cara con ambas manos para decirle en silencio todo lo que había callado a lo largo de los últimos veintidós años. Más allá de las lágrimas, en la trastienda de su mirada, pude encontrar vestigios de una felicidad genuina que me reconcilió con todo el sufrimiento acumulado. A continuación, la abracé con ganas, dejando caer todo mi peso sobre el suyo. Ella también buscó mi cuerpo sin contemplaciones. Apreté mi cabeza contra su pecho y empecé a dar respiros profundos. Además de tocarla, quería olerla, como hace la leona con sus cachorros. Tras el abrazo, Susana alargó la mano e invitó a su compañera a reunirse con nosotras.
—Mamá te presento a Samantha, mi mujer. —Sam, this is my mother, María.
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