Una conversadora genuina me ha pegado un varapalo a raíz de un comentario que le he enviado por mail y que lo ha tomado como una intromisión indebida en su intimidad. Mi intención, obviamente, no era causar ninguna ofensa ni levantar ampollas del pasado, pero aquí lo que vale no es lo que yo pretendí con el texto sino lo que ella interpretó. Y si la mujer se ofendió eso es lo que cuenta. El episodio me ha dejado un regusto amargo. También me ha dejado una lección magistral. De esas que perduran en el tiempo y que sacaré a colación en futuras charlas de sobremesa cuando explique aquellos aprendizajes que han modelado mi manera de entender la conversación genuina.
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La palabra que más resuena en mi interior es humildad. En esto de la terapia o del coaching o del crecimiento interior es recomendable instalarse en la humildad, de lo contrario existe el riesgo de endiosamiento. Cuando una persona cura su depresión o su ansiedad o encuentra la alegría en su vida tras un proceso terapéutico, sea de la naturaleza que sea, tiende a halagar y ensalzar la labor del profesional que la acompañó. Pero no hay que olvidar una cosa: quien sana o mejora es el paciente o el coachee que viene a la consulta con la intención de cambiar su vida. Es la intención la que mueve todo el proceso y es el propio paciente quien realmente hace el trabajo. El coach o el terapeuta, en mi opinión, no son, o no deberían ser, los protagonistas del cambio. Lo único que, a mi entender, pueden aspirar es a ser luz para, ojalá, poder iluminar el camino hacia el bienestar de la persona que tienen en frente.
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