Lo que me hacía sentir incómodo en el coaching era la parte conductivista de la disciplina. En general, la mayoría de escuelas de coaching proponen que se clarifique muy bien cuál es el objetivo del coaching y cuánto durará el proceso. Así mismo, los coach expertos recomiendan que cada sesión acabe con una tarea para el coachee. A mí, tanta estructura, tanto plazo, tanta disciplina, me traía de cráneo. Reconozco que es un buen método para fijar las acciones que han de llevar a la conducta esperada, pero también hay otros métodos igual de buenos. A medida que iba adquiriendo experiencia me sentí con confianza para liberarme de los clichés iniciales y aportar técnicas de otros campos o de mi propia cosecha. Con el tiempo observé entusiasmado que, a pesar de mi poca ortodoxia, la eficacia del proceso seguía intacta.
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Son maneras de hacer. Y creo que cada uno debe elegir aquella con la que se sienta más identificado. Por eso me he ‘desetiquetado’ como coach, porque si bien vengo de este mundo y me identifico con algunas de sus interpretaciones, hoy por hoy creo firmemente que para ‘mover’ a las personas no basta con centrarse en la acción sino en la emoción. Y, sobre todo, en la propia emoción, antes que la de la persona que viene a la conversación.
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