Asisto a la presentación de un curso. En la sala hay una docena de personas, la mayoría de sexo femenino. El ponente nos hace una exposición muy breve del contenido, la duración y el coste del curso. A continuación, con el fin de mostrar la eficacia de la metodología, nos divide en grupos de tres para realizar diferentes ejercicios prácticos. Los resultados son contundentemente eficaces. A tenor de las primeras impresiones, parece que todos nos apuntaremos.
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Cuando acaba la presentación, ya en la calle, hacemos un corrillo entre seis o siete de los asistentes para discutir la jugada. El comentario es mayoritario: la herramienta parece muy poderosa e interesante, el precio es asequible, pero el facilitador tira para atrás. La opinión generalizada, incluida la mía, es que el hombre se ha comportado, sobre todo en el apartado de preguntas, como un arrogante, con muy poca flexibilidad y con un punto de soberbia. Ninguno del grupo se inscribirá.
Y es que en esto del desarrollo personal (y de tantas otras disciplinas) es muy fácil dar con ‘neo gurús’ que se creen el centro del universo por el hecho de haber accedido a una metodología, práctica o terapia cuyos resultados son palpables y duraderos. Son personas que muestran un determinado ‘estar-en-el-ser’, pero que no lo demuestran en su presencia. Hay algo en su discurso que chirría. No sé. Como si todo fuera una pose para seducir, más que para atraer. Como si escondieran alguna carta, alguna motivación egoísta debajo de esa sonrisa tan encantadora. Cuando alguien se planta delante de una audiencia y habla de transformación interior y es incapaz de transmitir humildad y generosidad está distorsionando y cuestionando, en mi opinión, la validez de su propuesta.
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