Leo en un artículo que la Asociación Psiquiátrica Estadounidense quiere incluir la timidez en su vademecum de enfermedades mentales. Esta especie de biblia de la ‘descordura’ es el referente al que acuden los profesionales de la psique para atinar en los diagnósticos de sus pacientes. A mí, sinceramente, esta iniciativa me parece un despropósito, un rizo rizado. Si ya me pica todo lo que huele a etiqueta, el querer catalogar como defecto un rasgo tan común como la timidez me produce alergia, urticaria. Estoy a favor de considerar la timidez como una patología en aquellos casos extremos en los que la persona ve condicionada su calidad de vida por el terror al intercambio social. Pero de ahí a presuponer que la timidez es una enfermedad, va un abismo. Recuerdo el caso que expliqué hace meses de una clienta que abandonó el proceso de coaching por falta de fluidez en nuestras conversaciones. A pesar de ser una persona muy tímida, a mí nunca se me ocurrió pensar que esta mujer tenía una disfunción mental. A sus ojos, y a los de cualquier observador, este recato innato no le impedía participar de forma activa y saludable en el devenir de su familia y su trabajo.
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Vuelvo a las andadas. Las etiquetas, cuando tratan de clasificar el ser humano, se pueden convertir en dardos envenenados. Me sorprende que un colectivo como el de los psiquiatras, que está tan acostumbrado a verificar en primera persona la magnitud de matices que perfilan la personalidad de los seres humanos, invierta sus recursos en promover la homogeneización de nuestra especie hasta extremos tan rocambolescos. Y no sólo eso, sino que lo que me descoloca y casi me cabrea, es la ligereza con que se da de alta una patología en un diccionario tan prestigioso. Con esta filosofía tan tendenciosa, ya tenemos el titular de mañana: ‘El 90% de la población mundial sufre o ha sufrido alguna enfermedad mental’.
Y las farmacéuticas frotándose las manos.
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